domingo, 17 de febrero de 2013

Pasión por las aves

Pájaros amigurumi sobre las ramas de un árbol
Pájaros amigurumi sobre las ramas de un árbol
     Una vez a la semana nos torturábamos dedicando la mañana al francés. Kralefsky lo hablaba a la perfección, y oírme fusilar el idioma era superior a sus fuerzas. Pronto comprobó que era inútil tratar de enseñarme con los libros de texto normales, y los descartó en favor de los tres tomos de una obra sobre pájaros; pero aun con éstos se nos hacía la cosa cuesta arriba. De vez en cuando, en medio de la vigésima lectura de una descripción del plumaje del petirrojo, un gesto de severa decisión se adueñaba del rostro de Kralefsky. Cerraba el libro de golpe, se abalanzaba al vestíbulo y al minuto siguiente reaparecía con un airoso jipijapa en la cabeza.

    —Creo que nos vendría bien... para desintoxicarnos un poco... salir a dar un pequeño paseo — anunciaba, lanzando una mirada de disgusto sobre Les petits oiseaux de l'Europe—. Vamos dando una vuelta y volvemos por la avenida, ¿eh? ¡Estupendo! Pero no debemos perder el tiempo, ¿verdad que no? Será una buena ocasión de practicar nuestro francés hablado, ¿no te parece? Así que nada de inglés, por favor; hay que decirlo todo en francés. Es la manera de irse familiarizando con un idioma. De modo que callejeábamos por el pueblo en silencio casi total. Lo bueno de aquellos paseos era que, nos marcáramos el rumbo que nos marcáramos, antes o después acabábamos indefectiblemente en el mercado de pájaros.

Tres parejas de agapornis amigurumi
Tres parejas de agapornis amigurumi
    Nos pasaba como a Alicia en el jardín del Espejo: por mucha decisión con que emprendiéramos el camino opuesto, al poco nos encontrábamos en la placita llena de puestos con jaulas de mimbre amontonadas y el aire saturado de trinos. Aquí se olvidaba el francés; iba a perderse en el limbo junto al álgebra, la geometría, las fechas históricas, las capitales de condados y demás disciplinas. Con mirada encendida y emocionado semblante pasábamos de puesto en puesto, examinando detenidamente las aves y regateando ferozmente con los vendedores, y poco a poco los brazos se nos llenaban de jaulas.

    De repente nos volvía a tierra el reloj del bolsillo del chaleco de Kralefsky, con su estridente timbre, y en las prisas por sacarlo y pararlo casi se le caía todo su inestable cargamento de jaulas.

    —¡Caramba! ¡Las doce! Quién lo habría pensado, ¿eh? Tenme este pardillo, haz el favor, mientras paro el reloj... Gracias... Habrá que darse prisa, ¿eh? Pero así de cargados, dudo mucho que lleguemos a pie. ¡Vaya! Mejor será coger un coche. Es un lujo, desde luego, pero a la fuerza ahorcan, ¿verdad? 

    Corríamos al otro lado de la plaza, amontonábamos en un coche nuestras gorjeantes y revoloteantes compras y volvíamos a casa de Kralefsky, con el tintineo del arnés y el golpeteo de los cascos mezclándose agradablemente con el piar de nuestro cargamento.

  «Mi familia y otros animales». Gerald Durrell.

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